El inicio del segundo mandato de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos coincide con una nueva fase de la política exterior de la potencia imperialista hegemónica a nivel planetario. El Gobierno de los Estados Unidos ha anunciado un giro proteccionista en su política económica y, al mismo tiempo, ha hecho saber a sus aliados políticos y militares que ya no está dispuesto a soportar, como ha hecho hasta ahora, el peso financiero de la «defensa común» en el marco de la OTAN.

Resulta evidente que las nuevas orientaciones de la administración estadounidense son aspectos diferentes de una posición política coherente con la que se pretende inaugurar un nuevo ciclo de «relaciones internacionales» siguiendo un guion que los Estados Unidos ya han seguido en otras ocasiones históricas. «Aislamiento», «unilateralismo» y «proteccionismo» son términos clave tras los cuales se vislumbran los preparativos de la mayor potencia militar mundial para afrontar una nueva etapa caracterizada por el recrudecimiento de las tensiones imperialistas, el rearme generalizado y la multiplicación de las guerras regionales, hasta llegar al fatal choque imperialista entre las grandes potencias. En este sentido, la última oscilación del péndulo de la administración estadounidense tiene por objeto acelerar el proceso de rearme extensivo en el que, a la tendencia de la industria bélica estadounidense a fabricar armas muy sofisticadas destinadas a ser utilizadas principalmente en guerras de baja intensidad en las que pueden marcar la diferencia entre las partes en conflicto, se sumará un crecimiento impetuoso y frenético de la producción masiva destinada a abastecer a millones de hombres que deberán estar preparados para combatir simultáneamente en varios teatros de guerra en todos los rincones del planeta.

En las últimas décadas, la tendencia de la industria armamentística a concentrarse en el desarrollo de armas innovadoras y de alto contenido tecnológico, en detrimento de la producción a gran escala de armamento tecnológicamente más maduro, ha sido muy pronunciada. Esta divergencia en el ritmo de crecimiento de estos distintos sectores de la industria militar se explica por el hecho de que las armas más avanzadas garantizan mayores beneficios, ya que son el resultado de una producción con una alta intensidad de mano de obra, aunque en parte altamente cualificada. Además, las armas de alta tecnología garantizan mayores beneficios gracias a las condiciones particulares del mercado en el que se venden: los países productores pueden vender a los «países amigos» a los precios que desean estas armas desarrolladas por empresas monopolísticas.

La dificultad de Estados Unidos y los países europeos para organizar una producción masiva de armas, cuya relativa escasez ya se puso de manifiesto durante la guerra de Ucrania, también se pone de relieve en un artículo publicado por el diario francés «Le Monde» el pasado 22 de julio. En un pasaje leemos: «Durante décadas, la base industrial y tecnológica de la defensa francesa se mantuvo intacta a pesar de los recortes presupuestarios, pero estaba dimensionada para producir en pequeñas cantidades materiales de alto contenido tecnológico. Superar el obstáculo de la masificación no es, por tanto, fácil».

La imposición a los socios de la OTAN de un gasto adicional en armamento que pronto alcanzará el 5 % del producto interior bruto es otro aspecto de un rearme generalizado en el que todas las potencias capitalistas se ven obligadas a seguir el ritmo para no correr el riesgo de convertirse en presa fácil de imperialismos rivales cuando llegue la hora de la guerra general del capital.

Las divergencias de opinión entre la administración Trump y la Unión Europea sobre cuestiones de política aduanera y «defensa» se han presentado como un enfriamiento de las relaciones entre dos aliados tradicionales, pasando por alto el hecho de que no se trata de dos entidades análogas en cuanto a constitución y fuerza económica y militar. De hecho, si por un lado Estados Unidos, gracias a su fuerza militar, sigue siendo la potencia al frente de la jerarquía imperialista mundial, aunque en vías de un declive devastador, al otro lado del Atlántico no existe en absoluto un bloque continental cohesionado, como quiere hacer creer la retórica europeísta. En realidad, la Unión Europea es un conjunto de Estados cuyos intereses no coinciden, sino que a menudo compiten entre sí y están unidos por instituciones fantasmagóricas, carentes de fuerza real y sostenidas por lo que, bajo el ropaje pantanoso de un diluvio de superflua legislación comunitaria, se presenta como un tratado raquítico y frágil. 

El plan de 800 000 millones para la llamada «defensa común europea», aprobado el pasado mes de marzo por el Consejo Europeo, es una operación de dudosa eficacia que, sin embargo, se presenta con el siniestro nombre de «Readiness 2030» y que, evidentemente, alude a «estar preparados» para 2030 para afrontar una guerra de grandes proporciones. Así pues, durante los escasos cinco años que, en la mente de los titiriteros (o aspirantes a titiriteros) europeos, preceden a la deflagración de la nueva guerra planetaria, el programa que se presenta a los trabajadores se revelará, mucho antes de que caigan las bombas sobre las prósperas ciudadelas del capital, como un infierno hecho de sufrimiento, sacrificios, lágrimas y sangre.

Una cosa que los mandarines de la Unión Europea omiten decir es que resulta muy problemático establecer una «defensa común» entre Estados que no renunciarán a sus intereses particulares para dar más fuerza a un tratado cuyo objetivo principal es precisamente mediar entre sus respectivas esferas de intereses en conflicto. El escenario más probable si se agrava la crisis es, en nuestra opinión, el de una guerra en suelo europeo entre Estados europeos, independientemente de que actualmente formen parte de la UE o no, y de que la superación de las restricciones presupuestarias haya sido acordada por el conjunto de las naciones europeas. Dos guerras mundiales se han desarrollado en el suelo del Viejo Continente, precisamente en torno al tema de la unificación europea bajo la hegemonía germánica. Si Alemania ha tenido esta tendencia a recorrer más de una vez este camino, se debe a determinaciones económicas imperiosas que van mucho más allá de la proverbial obstinación prusiana o de la igualmente proverbial «nequicia» hitleriana.

Cuando se habla del aumento del gasto militar, el pacifista filisteo o el pequeño burgués de «amplias» miras se retuerce de dolor por los recursos del presupuesto estatal que se desvían de la sanidad, la educación, los fines humanitarios y benéficos, etc. El límite de quienes, desde la «izquierda» o desde una posición genéricamente marcada por el «buen sentido» comunista, pretenden dictar los capítulos de gasto del presupuesto del Estado burgués es que, por lo general, descuidan plantearse una pregunta sobre un aspecto esencial de la cuestión: ¿qué parte del producto social total se sustraerá a la satisfacción de las necesidades del proletariado (y, por lo tanto, a su consumo) con la carrera armamentística, independientemente de la determinación de la proporción del gasto público destinado a armamento en relación con los demás capítulos del presupuesto estatal?

Para nosotros, los marxistas, la cuestión del rearme en sentido teórico se plantea en un plano diferente al de la economía política, es decir, de la ciencia muerta que se interesa por las recetas para mantener con vida el agonizante modo de producción capitalista. Nuestro enfoque del tema del militarismo consiste en considerarlo como un aspecto intrínsecamente ligado al proceso de acumulación del capital, con todas sus necesarias repercusiones en el campo de la distribución del producto social. De hecho, en nuestra visión, el lado de la producción y el de la distribución del producto social están sólidamente entrelazados y ninguna consideración que descuide el nexo necesario entre ambos fenómenos puede tener ningún valor científico.

El aspecto que queremos destacar es el que ya señaló Rosa Luxemburg hace más de un siglo en su obra «La acumulación del capital» (1913): «Desde el punto de vista económico, el militarismo se presenta al capital como un medio de primer orden para la realización de la plusvalía, es decir, como un campo de acumulación». Una vez dado por sentado este punto, hay que plantearse la pregunta de «quién es el comprador de la masa de productos en la que se esconde la plusvalía capitalizada». El texto destaca que el Estado y sus órganos deben descartarse del grupo de «consumidores», ya que deben alinearse «como representantes de los ingresos derivados, en la misma categoría que los usufructuarios de la plusvalía […] a la que también pertenecen los representantes de las profesiones liberales y la infinita variedad de parásitos de la sociedad actual («reyes, párrocos, profesores, prostitutas, soldados)», a los que nosotros añadiríamos periodistas y estafadores de ONG y misiones humanitarias. Sin embargo, esta explicación «solo es aceptable con dos condiciones»: 1) que se admita que el Estado no dispone de otras fuentes de ingresos que no sean otras fuentes de impuestos además de la plusvalía capitalista y el salario proletario; 2) que se conciba al Estado, incluidos sus órganos, como un mero consumidor. En este sentido, cuando se trata del «consumo personal de los empleados del Estado (y, por lo tanto, también de los «guerreros»), esto significa que, en la medida en que dicho consumo se disputa a los medios de los trabajadores, se produce una transferencia parcial del consumo de la clase obrera al apéndice de la clase capitalista». Por lo tanto, si «el importe total de los impuestos indirectos exigiéndose a los trabajadores (que representan un gravamen sobre su consumo)» se «utiliza para pagar los salarios de los empleados estatales y abastecer al ejército con los medios de subsistencia necesarios», entonces «no se producirá ningún desplazamiento en la reproducción del capital social». De hecho, considerando los dos destinos del producto social, es decir, el consumo y los medios de producción, estos «permanecen inalterados» porque «las necesidades totales de la sociedad no han sufrido cambios ni en calidad ni en cantidad». En tal caso, lo que ha cambiado es el importe de los salarios, entendidos como «expresión monetaria de la fuerza de trabajo», que ahora se «intercambia por una menor cantidad de medios de consumo». ¿Qué ocurre, en cambio, con la parte de los salarios de los trabajadores que pasa a los empleados públicos y a los militares? «En lugar del consumo de los trabajadores, se produce en la misma medida el consumo de los órganos del Estado capitalista». En esencia, esta redistribución actúa como una intensificación de la explotación que se manifiesta como una mayor extracción de la plusvalía relativa en el ámbito del mismo proceso productivo. Así, la mayor parte de la plusvalía relativa se «reserva para el consumo de la clase capitalista y su apéndice».

«El desangramiento de la clase obrera mediante el mecanismo de la imposición indirecta, para mantener los engranajes de la máquina estatal capitalista, tiene su origen en un aumento de la plusvalía, y precisamente en la parte consumida de la misma; solo que esta división suplementaria entre plusvalía y capital variable se produce post festum, después de que se ha producido el intercambio entre capital y fuerza de trabajo».

Sin embargo, si «la clase obrera no soportara en su mayor parte los costes de mantenimiento de los empleados estatales y los «militares», sería la clase capitalista la que tendría que asumirlos: debería destinar al mantenimiento de los órganos de su dominio de clase una parte correspondiente de la plusvalía o a expensas de su propio consumo, que debería por lo tanto limitar, o, lo que es más probable, a expensas de la parte de la plusvalía destinada a la capitalización».

Aquí se impone una pausa para reflexionar, que se aleja del tema del rearme en relación con el proceso de acumulación. La referencia a la actitud de la clase obrera en un contexto marcado por los preparativos bélicos es de fundamental importancia. Luxemburg escribió este texto solo un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, señalando cómo el oportunismo en el movimiento obrero y los sindicatos ya habían comenzado esa ignominiosa labor de subordinar a la clase obrera «a los intereses de la nación» y, por lo tanto, al rearme. Desde entonces ha pasado más de un siglo durante el cual se han cometido todo tipo de crímenes en las masacres de innumerables guerras burguesas. Se han librado dos guerras mundiales y es muy probable que estemos en vísperas de la tercera. Nos corresponde sacar la conclusión de que sin la labor del oportunismo y de los sindicatos traidores, integrados desde hace décadas en el aparato del Estado capitalista, en pocas palabras, sin la destrucción sustancial del movimiento obrero y la anulación de toda independencia de la clase obrera respecto al régimen burgués, esta subordinación del proletariado a las necesidades bélicas de la clase enemiga no habría sido posible.

Retomando el hilo del razonamiento sobre los efectos del rearme, hay que observar cómo se modifican los términos de la cuestión «cuando los medios concentrados en manos del Estado mediante el sistema fiscal se emplean para la producción de medios bélicos». En tal caso, «el capital variable, como capital-dinero de una determinada magnitud, sirve ahora como antes para poner en movimiento la cantidad correspondiente de trabajo vivo y, por lo tanto, para explotar el capital constante correspondiente con fines productivos y generar la cantidad correspondiente de plusvalía». Por lo tanto, en estos términos, el rearme no solo actúa como una transferencia del poder adquisitivo de la clase obrera al Estado capitalista, sino que, al tener que producirse una menor cantidad de medios de subsistencia para el mantenimiento de la clase obrera, la demanda del Estado «no se dirige a los medios de consumo», sino «a una categoría específica de productos: a los instrumentos bélicos del militarismo, tanto terrestres como marítimos». Así, el militarismo económico actúa «asegurando, a expensas de las condiciones normales de vida de la clase obrera, tanto el mantenimiento de los órganos de dominio del capital y de los ejércitos permanentes como el campo más amplio de acumulación del capital». 

El texto al que nos referimos tiene en cuenta un aspecto crucial de los efectos del rearme: el resultado sobre el proceso de acumulación de la contracción del capital variable en relación con el capital total, una vez que la reducción de la disponibilidad de medios de subsistencia se hace pagar a la clase obrera, se haría sentir también en las relaciones internas de la clase burguesa porque «lo que el gran número de capitalistas que producen medios de subsistencia para la masa de los trabajadores pierde en la venta iría a parar a un pequeño grupo de grandes industriales del sector bélico».

No es difícil trasladar al presente las consecuencias prácticas de esta reorganización interna de la burguesía: las facciones de la burguesía estatal que se comprometen a desviar los recursos del capital total hacia el campo del armamento adquieren un poder cada vez mayor y, por lo tanto, un peso específico mayor dentro de la propia clase dominante. El caso de Leonardo, que se ha convertido en la principal empresa del sector manufacturero italiano, es emblemático en este sentido. Las redes de intereses que se refuerzan en torno a la producción de máquinas para matar seres humanos estarán en una posición más ventajosa incluso con respecto a las capas burguesas y (especialmente en la agricultura) a la pequeña burguesía que obtiene sus beneficios de la producción de medios de subsistencia.
Esta tendencia a la afirmación de la red de intereses vinculada a la industria armamentística es un hecho arraigado en la historia del capitalismo y ya en 1961, en su discurso de despedida a la nación, el presidente estadounidense Dwight Eisenhower afirmaba: «Debemos protegernos de la adquisición de una influencia injustificada, voluntaria o involuntaria, por parte del complejo militar-industrial. El potencial para el surgimiento desastroso de un poder mal encauzado existe y persistirá». Esta tendencia al fortalecimiento de este «complejo militar-industrial» ya era significativa en la fase de acumulación de la posguerra, en la que la producción manufacturera crecía a un ritmo sostenido en los países más industrializados. No debe sorprender que, con la crisis de acumulación que se gestó a partir de mediados de los años setenta y se cronificó en el medio siglo siguiente, se haya afirmado con mayor evidencia en todos los países, incluidos los de nueva industrialización.

Sin embargo, hay otro aspecto de los efectos sociales de la crisis capitalista que debe tenerse debidamente en cuenta. Nuestra corriente siempre ha destacado que una de las causas de la agitación social en una fase de crisis económica del capitalismo es la tendencia de los precios de los productos agrícolas y ganaderos destinados al consumo básico del proletariado a disminuir más lentamente que los de los productos industriales. Esto se debe a que la producción manufacturera, gracias a las incesantes innovaciones técnicas, implica tiempos medios de reproducción social en fuerte descenso. También en la agricultura, los «costes de producción» experimentan un lento descenso debido a las mejoras aportadas por la mecanización de los cultivos, la selección de semillas, el uso de fertilizantes, etc. Pero el ritmo de rotación del capital en la agricultura no puede determinarse a voluntad. Un desplazamiento de los recursos de la producción social del consumo de las masas al gasto en armamento aumentará aún más la brecha entre los dos sectores (agrario e industrial) en cuanto a los ritmos de reducción del tiempo medio de trabajo socialmente necesario para la producción de mercancías. Un hecho que inevitablemente hará necesario endurecer aún más las condiciones de vida de los proletarios. Deducimos esta verdad también de la forma en que Marx describió el caso inverso de un crecimiento del consumo obrero. Un aumento de los salarios tras un ciclo fructífero de luchas y el consiguiente aumento de la demanda de bienes de consumo por parte de los proletarios desplazará una parte considerable del capital al sector de la producción agrícola. Esto, aunque solo sea a medio plazo, provocará una reducción más sostenida de los precios de los bienes de primera necesidad («Trabajo asalariado y capital»).

Hasta aquí, el texto de «La acumulación del capital» nos ayuda a comprender los hechos actuales con notable precisión, especialmente sin entrar en el tema de su planteamiento «subconsumista» y, por lo tanto, desde el punto de vista marxista, sustancialmente erróneo de la lectura luxemburguesa de las causas de la crisis capitalista, que para nosotros es totalmente intrínseca a la producción misma, más allá de cualquier consideración sobre el tema de la distribución. La caída tendencial de la tasa de ganancia es siempre atribuible al aumento de la composición orgánica del capital y no conoce causas secundarias de orden distributivo.

La teoría marxista de la crisis descrita en el tercer volumen de El capital nos advierte de que esta caída es un proceso «tendencial» porque está dialécticamente sometido a causas de signo contrario. De hecho, la propia acumulación capitalista ofrece al capital paliativos que tienden a ralentizar el curso catastrófico del pronóstico funesto pronunciado por Marx hace más de 160 años sobre el curso histórico del modo de producción capitalista. Estas contratendencias o «causas antagónicas» incluyen recetas que han sido puestas en práctica por la clase capitalista para frenar su declive. Entre ellas se encuentra la intensificación de la tasa de explotación que, como hemos visto hasta ahora, es una receta esencial del propio militarismo económico para hacer frente a los efectos de la crisis que, en cualquier caso, el rearme no puede curar, a pesar de la delirante promesa de renovar las infraestructuras. A este respecto, hay que considerar la sexta y última causa antagonista considerada por Marx en el capítulo XIV del Libro III de El capital: el capital destinado al interés (es decir, a la renta financiera) frena la carrera por el aumento de la composición orgánica del capital en la medida en que no se reinvierte en capital constante. Este es un elemento más que confirma nuestra tesis sobre la propiedad de la preparación bélica para alimentarse a sí misma, reforzando al mismo tiempo las causas y los efectos de la crisis: se exacerba el crecimiento de la composición orgánica para soportar la competencia del militarismo económico de las demás potencias, mientras que la tasa de beneficio tiende a cero. Así se preparan a toda prisa las condiciones «óptimas» para el salto al gran baño de juventud del capital de la guerra general, que destruirá mercancías, capitales y fuerza de trabajo excedentaria. De este modo, hace más de un siglo se desveló el «arcano» de la trampa múltiple del militarismo económico.

A los proletarios les corresponde la tarea de luchar por romper la jaula que los llevará sin solución de continuidad de la cadena perpetua del trabajo asalariado al exterminio en los campos de batalla. Los proletarios deben tomar en sus manos su destino sin dispersar sus energías en la utopía absoluta de un «desarme» generalizado que evite la guerra permaneciendo en el marco de la sociedad burguesa.  De este modo, el proletariado caería en el terreno perdedor de la política burguesa y sus mistificaciones. El proletariado, ante el avance del espectro de la guerra, debe luchar en primer lugar por sus intereses económicos inmediatos y, por lo tanto, por el aumento de su consumo, que es el antagonista más eficaz del rearme.

Por eso hay que rechazar toda forma de simulación o hipocresía ante el chantaje del llamado «interés nacional», que se transformará cada vez más en un llamamiento a la «defensa de la patria». Los proletarios no tienen patria ni intereses comunes con la burguesía que quiere llevarlos al matadero de una nueva guerra general. Luchar por aumentos salariales, por la reducción de la jornada laboral con el mismo salario y por el salario completo para los desempleados significa sembrar obstáculos en el camino del rearme de los Estados, que conduce inevitablemente a la guerra.  Convertir estas reivindicaciones en resultados concretos permitirá al proletariado encontrarse en una posición política menos desfavorable cuando se plantee el dilema «guerra o revolución». De hecho, la tarea histórica del proletariado (además de su interés supremo) es transformar, en cuanto pueda, la guerra de los Estados en guerra de clases.

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